Domingo XV Tiempo Ordinario
En las lecturas que son proclamadas este domingo 15 del tiempo Ordinario (ciclo c) nos encontramos, frente a frente, con un Dios que ni excusa, ni justifica la indiferencia ante el dolor del prójimo. Y esto, no es una novedad del cristianismo del siglo XXI, ya desde los primeros capítulos de la Biblia el pasotismo ante el “otro” es denunciado por Dios cuando señala a Caín que la sangre derramada de su hermano Abel clama desde el suelo. Así que, de sorpresas… nada de nada.
El evangelio (Lucas 10, 25-37) nos presenta la conocida parábola del “Buen samaritano”. Este pasaje, tan claro y directo, es fundamental para captar la nueva experiencia religiosa que nos trae Jesús. Parece que no contiene sorpresas y, sin embargo, es una novedad absoluta, porque nos ofrece la inseparabilidad del amor a Dios y al prójimo, hasta el punto que quien no ama “al otro” de forma práctica no ama a Dios. Y esta afirmación no tiene medias tintas, ni cloroformo. Tal cual, como suena… esto ya se decía en el AT, como bien response el maestro de la ley: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con todo tu ser. Y al prójimo como a ti mismo».
Jesús cambia nuestra
idea sobre «¿Quién es mi prójimo?» Mientras que el jurista le pregunta
por ello, Jesús, por medio de la parábola del Buen Samaritano, le responde: «¿Cuál de estos tres te
parece que se portó como prójimo del que cayó en manos de los bandidos?». Es decir, no es lo
importante saber quién es el prójimo, sino hacerse prójimo. Prójimo soy yo
cuando me acerco al otro y le ofrezco lo que poseo (tiempo, talentos, bienes,
ayuda, escucha)
De este modo la pregunta primera se invierte y se transforma en “¿cómo puedo ser yo el prójimo del necesitado? No podemos olvidar que los expertos en la ley, levitas y sacerdotes, huyeron, actuaron con indiferencia y pasaron de largo. Sus conocimientos no les sirvieron para responder a la necesidad concreta que se les presentaba, su corazón no estaba convertido al Dios de la ternura y, además, pusieron tristemente distancia frente a la realidad.
Igualmente, se nos dice en la parábola, que debemos hacernos prójimos, primeramente, del caído, del herido, del que sufre, del despojado de derechos… «un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó» del que curiosamente, no se nos comenta nada sobre su nacionalidad, ni su nombre, ni a la familia que pertenece, ni su posición social, ni los ingresos que posee, ni su religión, ni a quien vota, ni su opción sexual…El prójimo es cualquiera y el orden de preferencia comienza por el que más sufre.
Jesús, mediante los dos personajes (sacerdote y levita) hace una crítica dura a la religiosidad sin prójimo y sin compasión. Ambos son representantes oficiales de la religión, preocupados por el culto, el templo y el servicio legal a Dios. Pero al ver al herido “dieron un rodeo y pasaron de largo” La religión sin prójimo tergiversa el mandamiento de Dios y es falsa.
Reflexión: La parábola nos descubre que el que tiene el secreto de la vida eterna es, paradójicamente, un samaritano que detuvo su paso, se ocupó del herido, regaló cercanía, ofreció curación con sus propias manos e invirtió dinero de su bolsillo… Fue capaz de dejar todo a un lado ante el herido y sin conocerlo le consideró digno de dedicarle su tiempo… No tiene los conocimientos de los hombres expertos en la ley, pero si tiene un corazón compasivo que sabe expresarse a través de un amor eficaz.
Mientras que la religión judía cerraba la puerta de Dios a los pobres, a los extranjeros, a los heterodoxos… Jesus abre la puerta de la vida eterna a todos. La persona elegida como modelo de lo que hay que hacer para tener vida verdadera es un samaritano, una persona tenida por hereje y proscrito, tanto que el maestro de la ley no se atreve a pronunciar la palabra “samaritano” y contesta. “El que tuvo compasión de él”
Jesús remacha el clavo: «Anda, haz tú lo
mismo» ¿Con quién te identificas? Es una pregunta cruda,
directa y determinante. Ante esta pregunta caen nuestras máscaras, etiquetas o
disfraces.
Ya te decía que perece, y sólo parece, que no hay sorpresas.
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