Podemos decir que por nuestro bautismo, al participar del mismo Espíritu de Cristo, también a nosotros se aplican las palabras de Isaías: “El Espíritu de Dios está sobre mí, porque Él me ha ungido. Me ha enviado para anunciar el Evangelio a los pobres” (Lc 4,18-19)
La primera gran tarea de todo bautizado,
de todo aquél en quien el Espíritu ha sido dado y derramado,
es buscar la plena conformación con el Señor Jesús, es aspirar a vivir la
perfección de la caridad. ¡La santidad! Esa es nuestra vocación
(Ver Lev 19,2), esa es nuestra meta y principal tarea: buscar
asemejarnos cada vez más a Cristo, pensando, sintiendo y actuando como Él.
Nadie puede alcanzar esta meta por sí mismo. Nuestra santificación, más allá de nuestros esfuerzos y de los medios que necesariamente hemos de poner, es obra del Espíritu en nosotros. Por ello es necesario vivir una vida espiritual intensa, una vida de intensa relación con el Espíritu. Él es quien nos va asemejando con Jesús en la medida en que cooperamos desde nuestra pequeñez y libertad, procuramos despojarnos del hombre viejo y de todas sus obras para revestirnos del hombre nuevo, de las virtudes de Cristo (Ver Ef 4,21-24)
La segunda gran tarea, es tener
conciencia de que también yo soy enviado a proclamar
Este apostolado, este anuncio e irradiación de Cristo y de su Evangelio debe ser de tal manera que transforme otros corazones y las estructuras injustas de nuestras sociedades. No es “tarea” solamente de los sacerdotes o de personas consagradas a Dios, sino que brota espontáneamente de todo bautizado que experimenta esa presencia del Espíritu divino en su corazón: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque Él me ha ungido. Me ha enviado para anunciar el Evangelio…»
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