En la Sagrada Escritura ,
tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, se nos muestra al ser humano
en una estrecha relación de amor con Dios.
Los personajes
centrales de la historia bíblica y el pueblo de Israel viven la unión con Dios por medio de la
oración, bien comunitaria o bien de forma personal.
El Templo
será el lugar sagrado por excelencia para el encuentro con la divinidad, pero
no se descarta la presencia de Dios en otros lugares, como la montaña o el
desierto, para poder hablar con Dios, reconociéndole como “El Santo”
Será Jesucristo quien revolucione la religión judía llamando a Dios:
“Abba” (Papá,); será Él quien nos
muestre como hacer auténtica oración desde la humildad y sencillez de corazón,
y será quien nos enseñe a rezar con la oración del Padre Nuestro.
El mismo Jesús de
Nazaret salpica los momentos más importantes de su vida con la oración. Cristo
precede a cada acontecimiento vivido, la relación íntima y personal con su
Padre y así queda reflejado en las innumerables citas de los cuatro
evangelistas.
Desde las primeras
comunidades cristianas la oración ha
sido el elemento principal para la unión de los hermanos, la perseverancia en
la fe y para ejercer un serio apostolado.
Los primeros
cristianos, por medio de la oración, alababan, daban gracias o pedían, buscando
hacer de cada instante de la vida un encuentro con Dios Padre.
Para el cristiano de hoy, la oración no puede ser algo aleatorio,
circunstancial u ocasional en la vida, sino que debe ser: fuerza en la
debilidad, paz en el desasosiego, luz en la oscuridad, esperanza en la
desilusión, seguridad, camino y escuela en la misión...
Oremos, por lo tanto,
con constancia en todo momento, también en la dificultad. Oremos desde la
actitud de humildad y sinceridad, ya que el secreto de nuestra oración, no se
fundamenta en hacer formulas perfectas con gran contenido teológico, sino que
se fundamenta en la actitud con la que nos presentamos ante Dios: pobres y
dependientes de Él, como la de un niño desvalido en los brazos de su madre.
Y por último, oremos
sabiendo que nuestra actitud ante Dios, no puede ser diferente a nuestra actitud
ante los hombres. Presentémonos al mundo que nos rodea como personas sencillas,
humildes… jamás despreciemos “al otro” y como el publicano del evangelio
volveremos a casa justificados, “porque
el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido” (Lc 18,9-14)
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