La oración como tal no es suficiente. Ni
siquiera la intención, si es que queremos apretar un poco más. Es el corazón el
que tiene que ponerse en sintonía absoluta con el Dios que camina con su pueblo
y con su historia queriendo hacer de ella una historia de salvación.
Y el lenguaje que tiene, sin lugar a dudas, es el amor, pero no el amor tan manoseado sino el amor que duele, el que hace que la persona cambie su actitud y su escala de valores. Es el amor que nos pone contra las cuerdas para elegir: o los golpes de pecho o ponernos a caminar en unidad y en comunión junto a los más débiles, donde los golpes de pecho no cuentan y donde solo el amor habla y sana.
Me muevo
en la esfera de la enfermedad y del dolor de las personas. Y en todas ellas hay
una añoranza de sentirse amadas, valoradas, dignificadas.
Y vuelve de nuevo el lenguaje de este Dios
que, como decía, sigue haciendo historia con nosotros y que no tiene otro
talante que el del amor absoluto, que se entrega y se da sin medida. Sin
aplausos, sin plata ni adornos, sin inciensos y sin efervescencias espirituales
que duran lo que dura una fiesta.
Si quiero comprender más en profundidad el
sentir del enfermo, su dolor, su ansiedad, su soledad, sus lágrimas, no hay
otro camino que el de ese amor, que solo proviene de Dios y que se invoca, se
pide, se clama cada día y cada instante para ser puente de su luz, de quien
nosotros simplemente somos mensajeros, tocados por su amor y sanados en su
amor.
Alejados del postureo y hasta de un catolicismo caduco de misa, procesión y poco más, se nos pide amor total, sin medida. Se nos pide el lenguaje que solo el Espíritu sabe hablar y con quien tenemos que conversar y aprender a vivir nuestra fe y nuestro compromiso diario, sin cortapisas ni frivolidades.
En la soledad de muchos pacientes enfermos que cuentan sus días en el silencio más absoluto porque no tienen con quien compartir; en la de los enfermos a los que les quedan pocos días; en la de los enfermos que buscan dignidad, solo el lenguaje del amor que viene de lo Alto, el puro, el cristalino, el que viene del Espíritu, es el único que puede tocar diana en el corazón y en la intimidad no solo de cada uno de ellos, sino también en el nuestro. Ese es el Espíritu que nos sana y el que puede sanar también el corazón afligido del paciente que necesita simplemente amor del bueno. Por eso el don del Espíritu sana y me impulsa a sanar y a ser sanado.
Pentecostés, lejos de ser solo una fiesta, es el punto de salida y de encuentro. Es el regalo que en el silencio interior de cada quien hace que la vida explote y regale paz.
Bienvenido, Espíritu Santo, a los corazones
que te buscan con sinceridad y con humildad. Bendito Espíritu que haces que la
vida brote y nazcan siempre amaneceres nuevos en medio de los atardeceres más
oscuros del alma de quien sufre.
Articulo de Juan Ma Arija. Pastoral de la salud. diócesis de Huelva.
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