Los olores están muy presentes en nuestra vida. Existen diferentes tipos: naturales (los corporales), manufacturados o fabricados (perfumes, contaminación) y simbólicos (metáforas olfativas). El buen o mal olor de algo o de alguien o el que fluye en el ambiente, en ocasiones, marca límites, mantiene distancias, preserva de peligros, aviva recuerdos, despierta apetitos, define al individuo, manifiesta lo que uno es, media en las relaciones sociales… En definitiva, los olores ejercen una amplia variedad de funciones, incluso, estudios aplican a ciertos aromas una actuación contra el estrés, ayudan a relajarse o estimulan y nos aportan nueva energía…
Por todo lo comentado no es extraño que lugares o personas desprendan un olor que bien nos invitan a mejorar el ánimo y nos ayudan a sanar o bien nos provocan nauseas. De forma metafórica y simbólica encuentro en las lecturas de hoy, domingo 22 del Tiempo Ordinario (ciclo b), principalmente en el evangelio, (Marcos 7,1-8.14-15.21-23) dos olores bien distintos, uno a fragancia y otro a hedor.
El milagro de la multiplicación de panes, realizado en versículos anteriores, (Marcos 6,30-35) ha inundado el aire con la fragancia de la esperanza. Pero la llegada de maestros de la ley y de fariseos trae, sin embargo, el hedor del legalismo más mezquino. “Un grupo de fariseos con algunos escribas de Jerusalén, vieron que algunos discípulos comían con manos impuras, es decir, sin lavarse las manos…. Y preguntaron a Jesús: ¿Por qué comen tus discípulos con manos impuras y no siguen la tradición de los mayores?”
Parece como si las manos de Jesús, de sus discípulos y de la gente saciada en la multiplicación olieran todavía al pan de la alegría, del nuevo Mesías que anuncia el Reino y que alimenta con un nuevo maná, mientras que las manos de los maestros de la ley y los fariseos, debidamente lavadas y purificadas, desprendieran un olor nauseabundo, cargado de reproches por la felicidad “del otro” y por una Palabra de Dios que libera al ser humano y le conduce a pastos tranquilos y abundantes.
La respuesta de Jesús es contundente poniendo de manifiesto la hipocresía de la observancia legalista judía: «Bien profetizó Isaías de vosotros, hipócritas: "Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que me dan está vacío, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos. Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres”
Concluye Jesús con una instrucción, mediante unas palabras, que constituyen una de las sentencias morales más importantes de toda la historia de la humanidad: “Lo que sale de dentro (del corazón) es lo que hace impuro al hombre” Jesús establece así el principio de la auténtica moralidad, una moralidad anclada no en una piedad meramente externa y ritualista, sino en el corazón y en la decisión consciente del hombre.
Nos ayudará a reconocer el “aroma de Dios” la primera lectura (Deuteronomio 4,1-2.6-8) en la que se nos invita a contemplar la unión que existe entre Ley, los acontecimientos y mandamientos del Monte Horeb y la cercanía de Dios al pueblo. “¿Hay alguna nación tan grande que tenga los dioses tan cerca como lo está el Señor Dios de nosotros, siempre que lo invocamos?”
Reflexión: Escribió, S. Juan Pablo II, “que ser cristiano no es en primer lugar cumplir una cantidad de compromisos y obligaciones sino dejarse amar por Dios” En nuestra relación con Dios la regla es siempre la cercanía y la ternura de Dios. A lo largo de la historia esta cercanía de Dios a su pueblo ha sido traicionada por la actitud egoísta de querer controlar la gracia y comercializarla.
Hemos de buscar a este Dios cercano, tierno y de buen olor para que nuestro día no se convierta en la realización de una serie de actividades, compromisos vacíos y obligaciones sin sentido que nos llevarían a llenar nuestros ambientes de un olor podrido. El verdadero culto “consiste en la caridad y amor a Dios”, como nos dice el Catecismo de la Iglesia en el número 2095, y desde aquí es donde deben florecer nuestra fidelidad al compromiso y exigencia.
Para ti y para mí, la felicidad nace de un corazón puro. Por la lista que hace Jesús de los males que vuelven al hombre impuro, vemos que se trata sobre todo de algo que tiene que ver con el campo de nuestras relaciones. Cada uno tiene que aprender a descubrir lo que puede "contaminar" su corazón y discernir lo que es la voluntad de Dios, lo bueno. Tienes que cuidar la pureza de lo más precioso que posees: tu corazón y tus relaciones.
El peor olor que podemos airear es creernos santos y perfectos porque observamos la Ley hasta al más mínimo detalle, mientras que nos olvidamos por completo de cuidar y practicar la justicia, la caridad y la misericordia. Bien podríamos darnos una vuelta por la segunda lectura de hoy. (Santiago 1,17-18.21b-22.27)
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