De un tiempo a esta parte hemos avanzado, como nunca, en ciencia y medicina, hemos crecido a pasos agigantados en medios de comunicación, en mecánica, en tecnología, en investigación…. Pero hay algo que no cambia y es patrimonio de la humanidad de todos los tiempos: la avaricia, es decir el deseo insaciable del hombre que le lleva a acumular bienes materiales (riqueza, propiedades, títulos…) o bienes inmateriales (estatus, poder, influencia…) pensando que la plenitud de su vida depende de ellos. La “avaricia” entendida como la aspiración de poseer riqueza lleva a un deseo exagerado que no queda nunca satisfecho.
En este domingo 18 del tiempo Ordinario (ciclo c) las lecturas que son proclamadas en la celebración, nos enseñan que el deseo compulsivo de acumular no es más que otra cara de la idolatría. Y esta idolatría, como todos los “diosecillos” que nos creamos, no colma nuestras aspiraciones más profundas, ni nos hace crecer en madurez existencial de nuestras personas, sino que son una nueva forma de esclavitud. Es la idolatría de siempre.
La primera lectura (Eclesiastés 1,2; 2,21-23) nos hace una pregunta: “¿Qué saca el hombre de todos los trabajos y preocupaciones que lo fatigan bajo el sol?” En esta ocasión se pone en relación con la muerte, que obliga a dejar atrás todas las riquezas acumuladas o a poner en mano de un heredero los frutos de toda una vida de esfuerzos y fatigas. (¡Ah y vete a saber cómo puede ser el heredero!)
Esta visión dolorosa y sombría sobre el trabajo y la riqueza nos invita a preguntarnos sobre ¿Cuál el saldo final del negocio de la vida? ¿Qué ganancia nos queda tras la fuerte inversión de trabajos, afanes, sufrimientos, privaciones y fatigas? La respuesta es números rojos y una mala inversión que produce un amargo sabor a desencanto y hastío (“De día su tarea es sufrir y penar; de noche no descansa su mente. También esto es vanidad”)
El evangelio (Lucas 12,13-21) nos presenta una parábola (rico insensato) que nos hace más cercana la posición del Maestro ante la avaricia. Para Jesús el dinero y las posesiones no son la verdadera vida del hombre. El rico de la parábola no se enriquece ante Dios sino que pone su confianza en los bienes y cosechas. Por ello es denominado “insensato”.
La conclusión Lucas 12,21 «Así es el que atesora para sí y no es rico ante Dios» nos advierte contra el enriquecimiento egoísta y obsesivo y nos propone el enriquecernos ante Dios. La caridad nos dirá el propio evangelista Lucas en 12.33-34 es el auténtico tesoro.
La clave de toda esta reflexión la puedes encontrar en la segunda lectura del apóstol Pablo a los colosenses: “Aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra” También en este texto se te hace una propuesta, un reto, que consiste en despojarte de las obras del hombre viejo y revestirte del hombre nuevo cuya imagen es Jesús.
Reflexión: El punto de partida de la parábola del evangelio es un problema de herencia. Era frecuente en tiempos de Jesús que los doctores de la ley asumieran el papel de jueces en casos similares. El Señor se niega a intervenir entre los dos hermanos porque su vida estaba dedicada plenamente al anuncio del Reino de Dios y no a mediar en disputas por herencias. Pero si podemos entrever y detectar, en el evangelio, que el choque entre los dos hermanos por el reparto de la herencia es causado y dependía en última instancia de la avaricia insaciable del hombre.
La afirmación de Jesús es contundente, clara y no deja resquicio a la duda: la vida verdadera no depende de la abundancia de los bienes materiales sino del atesorar riquezas ante Dios. El argumento de Jesús contra este “acumular compulsivo” es sencillo: la codicia por el dinero, en todas sus vertientes, es irracional, empuja a tomar decisiones descabelladas, ciega el corazón del hombre y de la mujer hasta el punto que el codicioso/a no ve que la avaricia del poseer lo material no asegura nada, no puede aumentarle un minuto a su vida, ni que el éxito le va a durar más de veinticuatro horas… Todo este acumular está bajo el prisma de lo incierto e inestable.
Para mí, un gran peligro y el mayor de los
pecados de esta clase de idolatría es el estar dispuesto a destrozar la vida de
millones de criaturas. A los hechos recientes me remito… es la irracionalidad
total: guerras, hambre, explotación indiscriminada de seres humanos y de la
naturaleza, extorsiones, egoísmos, engaños, mentiras… un sinfín de obras
propias de del hombre viejo que ya son denunciadas por san Pablo en la segunda
lectura.
La apuesta de esta semana la encuentras en el salmo responsorial, se pide a Dios que nos “enseñe a calcular nuestros años, para que adquiramos un corazón sensato” Frente a la insensatez el reto siempre será la prudencia y la madurez en nuestros actos y decisiones.
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