En antiguas sociedades triviales y patriarcales la ley del levirato (del latín levir: cuñado) que se encuentra en el libro del Deuteronomio 25, 5-10 regulaba las obligaciones familiares de los cuñados. Esta ley expresaba que el hermano de un marido fallecido sin descendientes varones tenía el deber legal de unirse a la cuñada viuda para que esta no se casase en segundas nupcias con alguien ajeno a la familia (un extraño). El primer varón nacido de este matrimonio nuevo heredaba el apellido del difunto, dando continuidad a su familia, que podía permanecer así en el clan. Igualmente el patrimonio del difunto no se dividía, sino que lo recibía íntegramente este hijo. Era, además, una forma de proteger a las viudas que corrían el riesgo de quedar desamparadas.
En las lecturas de este domingo 32 del tiempo ordinario (ciclo c) no quiero pasar por alto que nuestro Dios es Dios de vida. Es un Dios vinculado necesariamente a la vida y no a la muerte. No sé, ni me preguntes, cómo será la vida eterna, lo único que puedo afirmar, desde mi fe, es que con la muerte no se termina la vida, la vida sigue adelante, y sigue sin las limitaciones propias de este mundo.
La liturgia de este domingo nos presenta un evangelio (Lucas 20,27-38) en el que Jesús interviene ante una pregunta, de un grupo de saduceos (que niegan la resurrección), que tienen como pretensión ridiculizar la resurrección de los muertos y para ello aluden a la ley de levirato.
La respuesta de Jesús nos ayuda a entender, en su afirmación, que la resurrección no es una simple continuación de la vida terrena, sino una vida nueva y distinta, una vida de plenitud que difícilmente podemos comprender desde nuestras realidades cotidianas: «En este mundo los hombres se casan y las mujeres toman esposo, pero los que sean juzgados dignos de tomar parte en el mundo futuro y en la resurrección de entre los muertos no se casarán ni ellas serán dadas en matrimonio. Pues ya no pueden morir, ya que son como ángeles; y son hijos de Dios, porque son hijos de la resurrección».
Dios, que llama al ser humano de la muerte a
la vida transforma y asume la totalidad del ser humano. Dios es el que asegura
la continuidad entre nuestra vida terrena y la futura resurrección. Y aquí
amig@ es donde nuestra capacidad del misterio se hace limitada. Entra en juego
la fe.
Termina el texto evangélico con una frase de
Jesús donde afirma la resurrección: «Y
que los muertos resucitan, lo indicó el mismo Moisés en el episodio de la
zarza, cuando llama al Señor: “Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob”.
No es Dios de muertos, sino de vivos: porque para él todos están vivos»
Jesús cita Éxodo 3,6 donde Dios habla de sí mismo como el Dios de los patriarcas, que habían muerto hace siglos. Esto alegra a los fariseos (que afirmaban la resurrección) porque ha hecho callar a los saduceos.
La primera lectura (2 Macabeos7,1-2.9-14) nos narra de forma dramática el martirio de siete hermanos y su madre, aunque en este texto de la liturgia no aparecen todos los sufrimientos de los siete hijos y su madre. El relato completo es un esbozo de la teología del martirio que será muy comentado por los Santos Padres como paradigma de los mártires cristianos.
En este texto entrecortado se destaca la resurrección tras la muerte: «Nos arrancas la vida presente; pero, cuando hayamos muerto el Rey del universo nos resucitará para una vida eterna» «Vale la pena morir a manos de los hombres, cuando se tiene la esperanza de que Dios mismo nos resucitará»
Reflexión: «No es Dios de muertos, sino de vivos: porque para él todos están vivos» Con esta afirmación, Jesús nos recuerda que la muerte no tiene la última palabra en nuestras vidas, sino que todos estamos llamados a una vida resucitada con Él. Pues Dios Padre que nos ama, nos ha creado para la vida y no para la muerte. Y la vida es la vida en Dios: donde todo queda transformado.
Lo que menos me interesa, en este relato del evangelio, es el caso esperpéntico que los saduceos le presentan a Jesús. Tampoco me interesa la casuística de la Ley del Levirato que sólo me muestra que era una ley para perpetuar la descendencia, la pertenencia al clan y la posesión de la herencia… cosa que, en el caso que haya otra vida, es un asunto que ya no tiene ninguna importancia.
Resalto, por encima de todo, incluso por
encima de este misterio de nuestra fe y del dogma que encierra, que el Dios que
revela Jesús es Dios de vida. Que Dios es en sí mismo Vida, y que, por lo
tanto, mi presencia en este mundo es para dar vida.
Por ello te animo a que sientas que te acompaña en tu caminar un Dios fiel, que su amor y su misericordia son eternos, que Él no te abandonará y que jamás te verás defraudado… Y desde esta convicción sé tú para los demás lo que Dios es para ti: VIDA
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