Si tomas la decisión de levantarte de tu
cómodo sillón y empezar a romper moldes, a atreverte a ser tú mismo, a actuar
arriesgándote a no ser aplaudido por el mundo del conformismo, a apostar por
una nueva vida, a tomar decisiones… es que has decidido cruzar a la otra orilla, mojarte
pies y cabeza, si es necesario, para conseguir una vida más llena, plena, viva,
rica.
En todos los órdenes, la actitud de cruzar a la otra orilla no es un camino de rosas. La dificultad, los peligros, las dudas, los miedos, el fracaso… forman parte del apostar y arriesgar por un cambio y crecimiento. No es posible una vida fácil si tú tienes la decisión firme de ser “otro” distinto al que eres. Ahora bien, cruzar a la otra orilla tiene un componente de aventura, sorpresa y vitalidad que no te lo puede ofrecer el mejor de los sillones del mercado.
El evangelio (Marcos 4, 35-40) de este domingo 13 del Tiempo Ordinario (Ciclo b) comienza con una invitación de Jesús a arriesgar: «Al atardecer, dijo Jesús a sus discípulos: Vamos a la otra orilla.» Es decir, vamos al territorio pagano de la Decápolis, al lugar del dominio del mal según la mentalidad de aquella época, donde Jesús y su mensaje van a encontrar oposición, donde la difusión del evangelio del Reino de Dios no va a estar exento de obstáculos.
Pero como ya te habrás dado cuenta, por este y otros pasajes evangélicos, Jesús no es un tipo conformista, sino que la convicción propia que tiene sobre la Buena Noticia le hace “ir al límite”, arriesgarse a nuevos retos, a no quedarse en lo cómodo y fácil y a mojarse en las situaciones más adversas. Por ello, este evangelio de hoy comienza con toda una declaración de intenciones y pide que quien le sigue (discípulo) suban a la barca y crucen con Él.
Y el primer obstáculo de esta nueva travesía se presenta en forma de tempestad. Es una narración que muestra una experiencia vivida. La experiencia reflejada es, por un lado, la de angustia, peligro y muerte ante unas olas enfurecidas y por otro la de temor mezclado con respeto, estupor y amor ante Jesús que consigue calmar la tempestad con voz de mando: «Se puso en pie, increpó al viento y dijo al lago: «¡Silencio, cállate!» El viento cesó y vino una gran calma»
Pero, esta narración, es, ante todo, una perfecta catequesis que gira en torno a la FE. La fe del discípulo que le hace romper con la comodidad para seguir a Jesús como apuesta. La fe que no puede estar exigiendo continuamente actos prodigiosos, sino que ha de ser suficientemente madura como para infundir paz y serenidad incluso en los momentos en que Dios parece estar dormido, en silencio o permitiendo tempestades y oposiciones a la vida de entrega. La fe que sobrecoge al hombre ante la manifestación de lo divino y que hace preguntarte: «¿Quién es este?»
Las catequesis sobre el Reino que los discípulos reciben, descritas el domingo pasado, ahora son acompañadas por este “milagro de calmar la tempestad” donde se revela: la soberanía y el poder salvífico de Dios, además de la identidad divina de Jesús en cuanto realizador del mismo.
Reflexión: ¡Cuántas situaciones de angustia, de peligro vivimos! Incomprensión, crisis personal, familiar, o comunitaria, fracasos en muchas situaciones, también en la evangelización, enfriamiento del compromiso, escándalos, fuerzas incontrolables que te empujan al desequilibrio del corazón… A veces tenemos la sensación de estar perdidos, de ir a la deriva, de haber perdido el norte... Y mientras, “Jesús estaba a popa, dormido sobre un almohadón” No sé cómo era posible este sueño, cuando según el texto “las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla de agua”
Algunos autores hablan del silencio pedagógico de Dios. A mí personalmente no me gusta esta expresión, ni tampoco aquella de que Dios escribe con renglones torcidos, ya que considero que Dios es Amor y su corazón no deja de latir. Pero sí encuentro la enseñanza de que la FE crece y madura cuando eres capaz de confiar en Dios, no sólo cuando lo sentimos a nuestro lado, sino en las situaciones de vida angustiosas en las que parece que no le importas ni a Él ni a nadie.
En tu camino de discípulo, si optas por subir a la barca y cruzar a la otra orilla, no lo puedes hacer desde tus solas fuerzas, ya que eres frágil y ante la mínima dificultad caerás en el pesimismo y miedo. Tendrás que abrirte a la fe en Jesús, que es maestro en el difícil arte de saber vivir, en la tempestad y en la calma, con la certeza de quien está en las manos de Dios. Aprender a hacer esta experiencia de amor en Dios, no sólo te reduce las dificultades sino que aprendes a ser verdadero discípulo.
Por último. La tentación de volverte para atrás cuando sientes el agua de la vida golpeándote es normal. No eres un bicho raro porque te ocurra esto. Bienvenid@ al mundo de los humanos. Pero no cambies lo bello de cruzar a la otra orilla por lo fácil de estar apoltronado.
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