En este cuarto domingo del tiempo de
cuaresma, las lecturas que la liturgia nos ofrece, nos invitan a contemplar la
grandeza de Dios que supera toda expectativa humana.
Dios quiere hacer maravillas y manifestarse
en nosotros y nos escoge, sin méritos obtenidos por nuestra parte, para gritar
al mundo que Él es padre que obra la salvación.
Él es el que salva y sana, nosotros somos
instrumentos en las manos del Señor, instrumentos débiles y frágiles.
En la primera lectura de
este domingo, Dios envía al profeta Samuel a casa de Jesé, de Belén, porque quiere
un rey para su pueblo, pero un rey que gobierne como un buen pastor.
Samuel se deja llevar por las apariencias y
el escoge a Eliab, hijo primogénito de
Jesé.
Sin embargo Dios advierte al profeta que no
se deje llevar por lo externo (gran estatura,
buen físico, belleza, fuerza...) porque Él “no es como los hombres que se fijan en las apariencias, sino que mira
el corazón”. Y desde esa mirada al corazón, Dios ha puesto sus ojos en
David, aquella persona que ni siquiera contaba para su propio padre, pues era
el menor y estaba en el campo.
A Dios le atare la pequeñez, Dios mira en
nuestro interior y Dios toma partido por el débil.
El lenguaje de Dios y nuestro lenguaje, en
muchas ocasiones, no es el mismo idioma, no coincide ni en gestos ni en
palabras.
El proyecto de Dios en nuestras vidas y
nuestro propio proyecto, a veces, no tienen el mismo fin.
Y el camino de Dios y nuestros caminos, en
ocasiones, no son el mismo. Son senderos distintos y en momentos contrarios.
El evangelio, que la Iglesia nos presenta en este
cuarto domingo de cuaresma, (ciclo a), insiste y es coincidente en la misma
idea que hemos expresado de la elección de David como rey.
En esta ocasión Jesús se presenta como LUZ
DEL MUNDO que viene a iluminar nuestras vidas y escoge para llevar a cabo esta
misión a un hombre ciego de nacimiento, un hombre débil, tenido como pecador
por su enfermedad, apartado de la sociedad, sin dignidad para los dirigentes
judíos, pidiendo limosna….
Pero ese ciego, curado por Jesús saltándose
la normativa del sábado, va a ser elegido por Cristo para ser modelo de todos
los creyentes. Ese hombre que fue ciego y ha recobrado la vista nos enseña:
1.- Que nos debemos dejar
“tocar
por el Maestro” para poder vivir desde la luz de la verdad y no desde
las tinieblas de la corrupción, del egoísmo, de la indiferencia….
2.- Jesús
cuenta con nuestra debilidad para dar testimonio, desde nuestra pequeñez,
del amor de Dios. Somos elegidos por Dios para manifestar al mundo que Cristo
es la luz que ilumina a todo hombre. Pero, cuidado no nos confundamos, no somos
la luz, sino testigos de la luz. El que ilumina y salva es el Señor.
3.- El
ciego de nacimiento, curado por Jesús cuando se lavó en la piscina de Siloé,
(que significa Enviado) nos muestra el proceso para reconocer a Cristo en medio
del mundo y sus dificultades.
Este hombre fue reconociendo poco a poco a
Aquel que le había curado. El ciego personifica el proceso de la fe: El que
acepta al Enviado comienza a ver, es iluminado y pasa de las tinieblas a la
luz, no de repente ni de forma perceptible al exterior pero si experimentado en
el interior.
Por ello, el ciego, de su ceguera a su fe en
Cristo, pasa por un proceso interior, primero
se limita a contar los hechos ocurridos. Después descubre que Jesús es profeta
y que Dios le escucha, por lo tanto no es un pecador como decían los judíos
sino que es hombre piadoso y justo. Y por último le reconoce como Señor e Hijo
de Dios.
4.- Por
último, podemos extraer como conclusión de esta lectura evangélica que el milagro
de Jesús produce un doble efecto.
Por un lado es LUZ para aquellos que
reconocen su ceguera y sienten necesidad de ser iluminados. Y, por otro lado,
es OSCURIDAD para aquellos que creen bastarse a sí mismos, para los que piensan
que los ciegos son los otros y que ellos están en posesión de la verdad.
Por ello los ciegos comienzan a ver y los que
creen ver se quedan ciegos. La luz es la oportunidad que se le ofrece al hombre,
pero no se le impone.
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