Me resulta difícil definir en una sola palabra o en un solo concepto, el momento histórico que estamos viviendo. Momento en el que las “enfermedades del corazón” están haciendo su aparición de una forma clara y contundente. Cifras y números saltan en los medios de comunicación y detrás de cada uno de ellos, hay historias personales, situaciones, acontecimientos, seres humanos, familias.
Soledad, silencios, miedos, tragedia, muerte, dolor, inquietud por el futuro… una realidad que nos habla en toda su crudeza, dureza y desnudez. Vivimos emocionalmente sumergidos en el sábado santo, aunque nuestro calendario marque otro día del año.
El Papa Francisco, en la homilía del Sábado Santo, nos dice: “La Virgen, en el sábado…rezaba y esperaba. En el desafío del dolor, confiaba en el Señor”. Ni Ella, ni las mujeres que la acompañaban, se quedaron paralizadas, no cedieron a la lamentación y al remordimiento, no se encerraron en el pesimismo no huyeron de la realidad.
María, se convierte para nosotros, en modelo de espera y esperanza. Ella nos enseña a vivir en la sensatez, el equilibrio, la mesura… Nos anima a que la realidad, en sus avatares y circunstancias, nos golpee y nos afecte, pero no nos hunda en el pesimismo. Ella se nos hace ejemplo de esperanza, pero no de una esperanza que con el paso de los días se evapora, sino a conquistar la esperanza de Jesús que infunde en el corazón la certeza de que Dios conduce todo hacia el bien.
Es en María donde comprendemos que las enfermedades del corazón tienen cura, porque Ella nos muestra que Dios nos ama, que es Dios cercano, que no somos esclavos de nada ni de nadie, que somos hijos y que estamos creados para ser luz y sal de la tierra. Es en María donde reconocemos que somos el rostro de Jesús en la tierra mediante nuestras obras, palabras y gestos. Que estamos invitados a hacer presente y viva la salvación y la ternura de Dios para con el ser humano y para con toda la creación.
No es momento el que vivimos para que el cristiano se cruce de brazos, para hundirse en el peso de la desilusión, de la tristeza o miedos ante los acontecimientos que vivimos, sino que es un tiempo de reconocer que el Señor te convoca, te levanta con palabras de ánimo y te llama a una misión: Ser mensajero de la esperanza de Jesús. (Infundir en el corazón del hombre y de la mujer de hoy, la certeza de que Dios conduce todo hacia el bien)
Si esta esperanza habita en nosotros (y solo si habita en nosotros) estamos en disposición de ponernos en “modo misión”, porque la invitación de Jesús es esparcir semillas de su esperanza en nuestro ambiente y entorno, así como en todos los seres humanos (amigos y los alejados del corazón) y en todo el mundo (Iglesia y fuera de ella)
Os invito en este tiempo tan convulso a:
- Consolar y Animar.
- Llevar las cargas de los demás.
- Ser mensajeros de vida.
- Acallar los gritos de muerte.
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