Cuando te sientas frente al televisor para
contemplar una prueba de atletismo, (también ocurre en otras disciplinas)
contemplas como el realizador ha dado una orden al cámara para hacer un primer
plano del atleta. Al pie de la imagen y con breves trazos puedes saber de quién
se trata, su nombre, su nacionalidad y la mejor marca que tiene en su poder. Es decir, en
segundos te ha sido presentado ese atleta y te haces una idea de las
capacidades que posee y de las posibilidades que tiene para triunfar o no en
esa prueba de atletismo en la que va a participar.
Radicalmente opuesto a este tipo presentación se encuentran aquellas que se ofrecen en algunas conferencias y que utilizan varios folios y muchos minutos para describir al orador. Se hace un recorrido por fechas, datos, lugares y titulaciones del ponente que son auténticos discursos tediosos. Este tipo de presentación, al menos a mí, no me aportan gran cosa, excepto desear que termine el presentador del conferenciante y que comience la conferencia.
En las lecturas de este domingo tercero de adviento (ciclo b) la Palabra que se proclama hace una presentación sencilla de la persona del profeta, de sus capacidades y de su misión. De forma concisa y sin “curriculum vitae” aburridos e inflados, nos informan de la persona que tenemos delante, de sus habilidades y de la labor que debe realizar.
En la primera lectura (Isaías 61,1-2.10-11) se nos presenta el profeta, de forma concreta como “ungido” y “enviado”; es decir, capacitado para una misión e impulsado para realizarla. El profeta es movido y acompañado por el Espíritu del Señor, como los jueces y los antiguos profetas (véase Números 11,25-26; 24,2) y enviado a los pobres, cautivos y afligidos con la misión de: llevar buenas noticias (evangelizar) curar, consolar, alegrar, liberar y anunciar la justicia y el perdón.
El evangelio (Juan 1,6-8.19-28) nos presenta a Juan “el bautista” y lo hace también de un modo sencillo y sin grandilocuencia. El evangelista le presenta como testigo cualificado de Jesús y su precursor; testigo de la Luz y con la función de bautizar y acercar a quienes le escuchaban hasta el Mesías. El mismo Bautista se presenta, a quienes le preguntan por su identidad, que él no es el Mesías, sino la “voz que grita en el desierto: allanad el camino del Señor” Con esta expresión Juan encuadrará su labor-misión para la que está capacitado y que ya explicaba en el artículo de la semana pasada y que puedes encontrar en este mismo blog bajo el título “Somos Teloneros”
En versículos siguientes a los que nos propone el texto de este domingo, encontraremos a Juan Bautista siendo el presentador de Jesús como Cordero e Hijo de Dios (Juan 1,29-34)
Reflexión: ¿Qué es lo que la Iglesia necesita hoy? Muchos “Juanes” y
muchos “profetas Isaías”. Personas que se hayan encontrado con Jesús y sientan
que Dios les llama, unge y envía a la misión de extender la alegre y buena
noticia de la presencia del Mesías en medio de nosotros.
Desde el bautismo somos ungidos por el Espíritu para anunciar y evangelizar, al “Dios–con-nosotros”. Es ese mismo Espíritu el que nos envía a ser testigos de la Luz. Ahora bien, para ser testigos de algo o de alguien, antes hemos de haber presenciado ese algo o haber estado, al menos conocido, a ese alguien. Antes de dar a Dios tendremos que llenarnos de Dios.
Os invito a reflexionar este texto del Papa Francisco, de la exhortación “La alegría del Evangelio”, número 120, porque me parece muy iluminador para tu reflexión de hoy y creo que te puede ayudar a comprender la misión que tienes que realizar como cristiano bautizado..
“En virtud del Bautismo recibido, cada miembro del Pueblo de
Dios se ha convertido en discípulo misionero (cf. Mt 28,19). Cada uno de los bautizados, cualquiera que sea
su función en la Iglesia y el grado de ilustración de su fe, es un agente
evangelizador, y sería inadecuado pensar en un esquema de evangelización
llevado adelante por actores calificados donde el resto del pueblo fiel sea
sólo receptivo de sus acciones.
La nueva evangelización debe implicar un nuevo
protagonismo de cada uno de los bautizados. Esta convicción se convierte en un
llamado dirigido a cada cristiano, para que nadie postergue su compromiso con
la evangelización, pues si uno de verdad ha hecho una experiencia del amor de
Dios que lo salva, no necesita mucho tiempo de preparación para salir a
anunciarlo, no puede esperar que le den muchos cursos o largas instrucciones.
Todo cristiano es misionero en la medida en que se ha encontrado con el amor de
Dios en Cristo Jesús; ya no decimos que somos «discípulos» y «misioneros», sino
que somos siempre «discípulos misioneros».
Si no nos convencemos, miremos a los primeros
discípulos, quienes inmediatamente después de conocer la mirada de Jesús,
salían a proclamarlo gozosos: «¡Hemos encontrado al Mesías!» (Jn 1,41). La samaritana, apenas
salió de su diálogo con Jesús, se convirtió en misionera, y muchos samaritanos
creyeron en Jesús «por la palabra de la mujer» (Jn 4,39). También san Pablo, a partir de su encuentro con
Jesucristo, «enseguida se puso a predicar que Jesús era el Hijo de Dios» (Hch 9,20). ¿A qué esperamos
nosotros?”
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